José Carlos Botto Cayo
Entre los nombres que consolidaron el arte moderno en el Perú, el de Joaquín Roca Rey ocupa un lugar de respeto y permanencia. Su trayectoria representa la madurez de una escultura nacional capaz de dialogar con la tradición europea sin perder sus raíces. En su obra confluyen el rigor académico y la sensibilidad del creador que comprende el valor espiritual de la forma. Fue un artista de pensamiento estructurado, para quien la escultura no era solo un oficio manual, sino una disciplina intelectual orientada a revelar la esencia del hombre a través de la materia. Su vida resume una lección sobre el orden, la paciencia y la fidelidad a los principios del arte clásico en tiempos de confusión estética.
El nombre de Roca Rey se asocia con una visión equilibrada entre la herencia y la innovación. Su formación sólida, su contacto con Europa y su reflexión sobre el espacio y la masa lo convirtieron en un referente de seriedad profesional. No buscó el aplauso fácil ni la extravagancia de la novedad; buscó la exactitud, el dominio de la forma y la permanencia del significado. En un siglo marcado por las modas y las rupturas, defendió la continuidad. Su obra, elaborada desde el silencio del taller, mantiene hoy la fuerza de lo perdurable: el testimonio de que la belleza nace del conocimiento y la constancia.
Nacimiento e infancia
Joaquín Roca Rey nació en Lima en 1923, en una época en que el Perú aún intentaba construir su identidad cultural sobre los cimientos frágiles de la república. Su infancia transcurrió en un ambiente donde la disciplina y la cultura eran valores fundamentales. Desde muy joven mostró inclinación hacia el dibujo y la observación de la forma. Aquellas experiencias tempranas, aparentemente simples, serían el germen de su posterior vocación escultórica: una mirada que no se conformaba con ver, sino que aspiraba a comprender la estructura íntima de las cosas.
El niño que juega con el barro y la piedra descubrió pronto que el acto de modelar era también una forma de pensar. Su contacto con la materia despertó en él una intuición sobre el equilibrio y la armonía que más tarde desarrollaría en su vida profesional. En un entorno familiar culto, donde el arte tenía presencia y respeto, aprendió que la creación no surge del impulso improvisado, sino del orden que la tradición impone. Esta noción temprana del arte como disciplina marcaría toda su carrera.
La Lima de su infancia ofrecía contrastes que lo influirían profundamente. Por un lado, la ciudad heredaba las formas severas del virreinato; por otro, comenzaba a abrirse a las transformaciones de la modernidad. Entre ambos mundos se formó la sensibilidad de Roca Rey: respetuosa de la historia, pero atenta al cambio. Su curiosidad por las estructuras, por los volúmenes y por la geometría del entorno urbano anticipaba ya al escultor meticuloso que años más tarde hallaría su lenguaje propio.
En esos primeros años, Roca Rey desarrolló una percepción casi arquitectónica del mundo. Comprendió que todo objeto posee un peso, una medida y un ritmo, y que la belleza consiste en lograr su equilibrio. Aquella mirada reflexiva, más que emotiva, configuró la base de su pensamiento artístico: la convicción de que la forma no es adorno, sino orden moral.
Formación artística
Su ingreso a la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima significó el inicio de una etapa de rigurosa formación. Allí recibió la enseñanza estructurada del dibujo académico, la anatomía, el estudio del movimiento y el conocimiento técnico de los materiales. Entendió que el escultor debe dominar la materia antes de intentar transformarla, y que cada error de proporción es una falta contra la verdad. Esta conciencia del oficio lo llevó a destacar entre sus contemporáneos por su disciplina y su perfeccionismo.
Tras completar su formación inicial, viajó a Europa con el propósito de ampliar sus horizontes. En Florencia, Roma, París y Madrid estudió las grandes tradiciones escultóricas y entró en contacto con las corrientes modernas que redefinían el arte del siglo XX. No viajó para imitar, sino para confrontar. En el diálogo con los maestros europeos, Roca Rey consolidó una visión del arte como síntesis: un equilibrio entre lo clásico y lo contemporáneo, entre el orden aprendido y la libertad creadora.
El contacto con la escultura monumental del Renacimiento y con las propuestas abstractas del siglo XX le permitió reconocer que la verdadera modernidad no consiste en romper con el pasado, sino en hacerlo evolucionar. Su obra posterior sería testimonio de esa síntesis. Ni realista ni completamente abstracta, su escultura halló un punto intermedio donde la forma conserva su dignidad figurativa sin renunciar a la experimentación formal.
Al regresar al Perú, trajo consigo una madurez artística y una convicción estética profunda: el país necesitaba construir su propia escuela escultórica moderna. Desde su taller, asumió la tarea de enseñar con el ejemplo, demostrando que el arte no se improvisa, sino que se conquista con trabajo y conocimiento. Su retorno no fue un final, sino el inicio de una obra sólida que renovaría la tradición nacional.
Estilo y obra
El estilo de Joaquín Roca Rey se caracteriza por la pureza estructural, la economía de líneas y la búsqueda del equilibrio entre masa y vacío. Sus esculturas poseen una cualidad orgánica que, sin abandonar el rigor geométrico, transmite una sensación de movimiento interior. En sus manos, el bronce, el mármol y la piedra adquieren una serenidad que solo se logra cuando el artista domina el lenguaje de la forma. Cada superficie está pensada, cada curva responde a una necesidad visual y simbólica.
Su obra evolucionó desde un realismo sobrio hacia una abstracción esencial que evita la arbitrariedad. En sus composiciones, el espacio no es ausencia, sino parte activa de la estructura. El vacío dialoga con la materia, generando un ritmo visual que otorga vida al conjunto. Este dominio del equilibrio convierte a sus piezas en lecciones de armonía, donde el espectador percibe tanto la fuerza contenida como la serenidad del resultado.
Roca Rey entendía la escultura como una presencia espiritual. No buscaba narrar historias ni representar escenas; buscaba encarnar principios. La proporción, la estabilidad y la tensión entre los volúmenes eran, para él, expresiones de una ética. Por ello, su obra nunca se entregó a la improvisación ni al exceso. Cada pieza representa la victoria del orden sobre el caos, de la inteligencia sobre el impulso.
Su contribución a la escultura pública en el Perú es igualmente significativa. Sus obras se integran en plazas y espacios institucionales con sobriedad y respeto por el entorno. En ellas, el ciudadano encuentra una pausa para la contemplación y una invitación al recogimiento. Así, Roca Rey devolvió a la escultura su función cívica: ser memoria visible de la cultura y educadora silenciosa del gusto colectivo.
Importancia y legado
La importancia de Joaquín Roca Rey trasciende el ámbito artístico para convertirse en ejemplo de coherencia y excelencia profesional. Fue un hombre que defendió la formación académica cuando muchos la consideraban obsoleta, y que demostró que la disciplina es la condición necesaria para alcanzar la libertad creativa. Su legado no se reduce a sus obras, sino que se proyecta en la conciencia de generaciones de escultores que aprendieron de él el respeto por el oficio.
Roca Rey representa la continuidad del clasicismo en el contexto moderno. Supo mantener el vínculo con la tradición sin quedar prisionero de ella, y demostró que el arte puede renovarse sin perder su centro. En sus esculturas, la modernidad no es ruptura, sino refinamiento. Por eso su obra no envejece: su vigencia proviene de su fidelidad a las leyes eternas de la forma y del equilibrio.
Su influencia se extiende más allá de la escultura. En la historia del arte peruano, encarna la figura del creador íntegro, consciente de su papel en la construcción cultural del país. Enseñó que la belleza es una forma de verdad y que el artista, cuando trabaja con rigor, se convierte en servidor del espíritu antes que del aplauso.
Hoy, las obras de Joaquín Roca Rey se mantienen como hitos del arte peruano contemporáneo. Son testimonios de un tiempo en que el arte aún aspiraba a la permanencia y la dignidad. Su nombre pertenece a la genealogía de los grandes constructores de sentido, de aquellos que entendieron que la forma puede ser destino, y que en la paciencia del taller se escribe, sin palabras, la historia más noble de un país.
 
		